¡SEÑOR, MI ALMA TIENE SED DE TI!.
Así como la superficie de la tierra está constituida en su mayor parte por agua, también los seres vivos que la habitan tienen un alto porcentaje del líquido elemento en su constitución y su vida depende de la conservación de ella en sus organismos en la proporción adecuada ya que constantemente hay un intercambio con la naturaleza por medio del cual desechamos líquido con las toxinas y los desechos del cuerpo, líquido que luego debemos restituir, si esta restitución no se hace en el momento oportuno sentimos una sensación de ansiedad provocada por nuestro organismo a la que hemos denominado sed. Si esta sed persiste y no es saciada corremos el riesgo de morir.
De igual manera se comporta también nuestro espíritu, en este caso la cercanía a Dios, la vida de la gracia constituye el “agua” de la que se alimenta nuestro espíritu para vivir y existe también un intercambio constante con el mundo que nos rodea, mediante el cual perdemos parte de ese líquido vital cuando caemos en tentación y pecamos o cuando vamos dejando de lado las cosas de Dios, la oración y los sacramentos, para dedicarnos a las cosas del mundo, las ocupaciones, las diversiones, los placeres, esa actitud va “secando” nuestra alma, porque se aparta de Dios y es el momento en que nuestra conciencia nos llama al botón y sentimos sed de Dios y exclamamos ¡Señor, mi alma tiene sed de ti!. Al igual que ocurre con nuestro cuerpo, si no saciamos la sed de nuestro espíritu corre el riesgo de morir.
Jesús ha puesto a nuestro alcance muchas fuentes que son surtidores de agua para nuestro espíritu, de esa agua viva que nos lleva hacia la vida eterna. Recordemos las palabras que le dijo Nuestro Señor Jesucristo a la samaritana junto al pozo de Jacob: “El que beba de esta agua volverá a tener sed, pero el que beba del agua que yo le daré nunca volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en un chorro que salta hasta la vida eterna.” (Jn 4, 13-14)
La oración, la meditación, la penitencia y la eucaristía son esos surtidores a los que debemos acudir diariamente para saciar nuestra sed de Dios y pedirle como aquella mujer samaritana: “Señor, dame de esa agua y así ya no sufriré la sed” (Jn 4, 15) Tenemos un Dios incomparable que es misericordioso con nosotros que siempre nos ha sido fiel que escucha nuestras oraciones y nuestras plegarias, que nos perdona nuestras faltas si acudimos con un corazón contrito y arrepentido ¿qué razón más poderosa puede haber para que nos alejemos de su presencia? En Dios encontramos la fuerza para vivir, El es nuestra esperanza, bebamos en ese surtidor que es la fuente de la vida, diciéndole ¡Señor, mi alma tiene sed de ti!. Alabado sea Dios.
Que la paz de Cristo llene tu corazón y la bendición de Dios Todopoderoso descienda sobre ti y tu familia y les acompañe siempre.
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